Se relame los labios de arriba a abajo nuestro tuerto preferido, Lázaro, antes de darle el bocado a la pierna de Pavo de Navidad que tiene en sus mugrientas y recien lavadas manos. El jugo cae por el hueso del Pavo, gigante pata que equivale a una semana de comidas.
El chivatazo del comedor de beneficencia le salvo la vida, cobrando a un tio la vida que debía perder. Estaba muerto el otro mendigo, pero es que no había querido decir nada...
Miles de kilómetros recorrio desde el país donde emigro, tierra negra y pobre ahora, vuelta a su Nicaragua natal, donde pasan los días de su vida tumbado en la gran catedrál de ni-se-que nombre, en Tegucigalpa.
Tumbado, recordaba su infancia en la escuela militar y se pregutaba sobre las pirámides. Quería ser un Gran Guerrero, Maya en su sangre roja, y así vencer a los infieles aztecas, profanadores del orden y de lo sagrado... El whisky debía de estar malo o caducado para pensar eso...
Solitaria e ilegal era la elefantiosa cena que tomaba en su cuenco de caldo de Pavo juunto a su presa de muslo. Le costo la vida a un hombre y ahora le daba fuerzas para seguir viviendo, luchando y rogando por un poco de pan. Cosas de la vida...
Tuerto, Lázaro se vió a si mismo antes, señor grande, guerrero, militar; viviendo de inmigrante y bedel en un colegio bilingüe de Las Españas, prestigioso y del que consiguio trabajo por pura suerte, ya que una de las mujeres que amo-en-cuerpo-pero-no-en-alma, le recordó y trabajo le ofreció. Ahora, estaba en el barro nicaragüense, tomando sopa para vivir, la mujer había fallecido y las Españas estaban tan lejos de su cuenco...
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